lunes, 30 de marzo de 2009

mañana



“Así que no os afanéis por el día de mañana,
pues el día de mañana traerá su propio afán.”


(Mateo 6,34)


La obsesión por el mañana. Es ancestral esa fijación enfermiza de los seres humanos por saber qué vendrá en un porvenir perfecto o en un futuro apocalíptico; es tanto o más dañina que el terco aferramiento a un pasado idealizado o a un recuerdo tormentoso.

Es mucho más perniciosa aún, en realidad, pues, aunque ambos nos impiden disfrutar plenamente el invalorable, irrepetible, escurridizo momento actual, perdiéndonos en los tortuosos laberintos de un desfase insalvable, el tiempo pasado ha pasado: es pretérito, precedente, previo y preparatorio a todo aquello en que ha devenido lo que ahora somos. Es, pues, parte real de nosotros. Ha existido, ha sido y, en cierto sentido, es y será siempre.

El mañana, por el contrario, como reza alguna frase, “no existe”. No es ni ha sido ni fue en ningún momento. No es hoy; no fue ayer. No hay, entonces, razón alguna para otorgarle en nuestra existencia mayor relevancia que la correspondiente a cualquier otro fantasma incorpóreo, irreal, inexistente.

No, no hay mañana. Aún no.

Ocuparse de él puede ser bueno, es cierto, en cuanto constituye la continuación posible de nuestro ineludible “ahora”. Y es bueno entonces ocuparse de él como tal siempre y cuando lo asumamos implícitamente en nuestros actos presentes, sin permitirle la más mínima posibilidad de constituirse en un fin por si mismo. Es un aspecto a tomar en cuenta, nada más, no un objetivo en sí.

Preocuparse por él, en cambio, es inútil, no tiene sentido ni fin; sólo nos aparta sin remedio del instante actual, nos desvía indudablemente de la senda misma de nuestra vida real, de nuestro verdadero tiempo y lugar.

Tal vez por eso mismo nos obsesiona así.







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